Otra política y otros valores para salir de la crisis
Después de dos años de una crisis que ha creado millones de desempleados y ha
provocado que el número de personas hambrientas y desnutridas en el mundo alcance
un nuevo récord, están bien claras las causas de esta grave situación.
Dejar en plena libertad a los capitales financieros y dejar que los mercados sean los
únicos reguladores de las relaciones económicas sólo lleva, como estamos
comprobando, a la inestabilidad permanente, a la escasez de recursos financieros
para crear empleo y riqueza y a las crisis recurrentes.
Se ha demostrado también que la falta de vigilancia e incluso la complicidad de las
autoridades con los poderosos que controlan el dinero y las finanzas, esto es, la falta
de una auténtica democracia, sólo produce desorden, y que concederles
continuamente privilegios, lejos de favorecer a las economías, las lleva al desastre.
Dejar que los bancos se dediquen con absoluta libertad a incrementar artificialmente la
deuda con tal de ganar más dinero es lo que ha provocado esta última crisis.
Pero también es una evidencia que las políticas neoliberales basadas en reducir los
salarios y la presencia del Estado, el gasto social y los impuestos progresivos para
favorecer a las rentas del capital, han provocado una desigualdad creciente. Y que la
inmensa acumulación de beneficios de unos pocos, en lugar de producir el efecto
"derrame" que pregonan los liberales, ha alimentado la especulación inmobiliaria y
financiera que ha convertido a la economía mundial en un auténtico e irracional casino.
Y es evidente que esos desencadenantes de la crisis no tienen que ver solamente con
los mecanismos económicos, sino con la política controlada cada vez más por los
mercados, por el poder al servicio de los privilegiados y por el predominio de la
avaricia y el afán de lucro como el único impulso ético que quieren imponer al resto del
mundo los grandes propietarios y los financieros multimillonarios.
Por eso la crisis económica que vivimos es sobre todo una crisis política y cultural y
ecosistémica.
Las prácticas financieras neoliberales que la han provocado se justificaron con el
predominio de unos valores culturales marcados por la soledad, el individualismo
egoísta, la degradación mercantil de los conceptos de felicidad y de éxito, el consumo
irresponsable, la pérdida del sentido humano de la compasión y el descrédito de las
ilusiones y las responsabilidades colectivas.
Los debates surgidos en torno a esta crisis demuestran que en las democracias
occidentales se ha establecido un enfrentamiento peligroso entre los poderes
económicos y la ilusión política. Los partidarios del mercado como único regulador de
la Historia piensan que el Estado debe limitarse a dejar que los individuos actúen sin
trabas, olvidando que entre ellos hay una gran desigualdad de capacidades, de
medios y de oportunidades. Por eso le niegan capacidad pública para ordenar la
economía en espacios transparentes, y para promover los equilibrios fiscales y la
solidaridad social. Y por eso desacreditan el ejercicio de la política.
Pero la política no debe confundirse con la corrupción, el sectarismo y la humillación
cómplice ante los poderes económicos. La política representa en la tradición
democrática el protagonismo de los ciudadanos a la hora de organizar su convivencia
y su futuro. Palabras como diálogo, compromiso, conciencia, entrega, legalidad, bien y
público, están mucho más cerca de la verdadera política que otras palabras por
desgracia comunes en nuestra vida cotidiana: corrupción, paraíso fiscal, dinero negro,
beneficio, soborno, opacidad y escándalo.
Como esta crisis es política y cultural, debemos salir de esta crisis reivindicando la
importancia de la política, la educación y la cultura. No podemos confundir la sensatez
y la verdad científica con diagnósticos interesados en perpetuar el modelo neoliberal y
sus recetas financieras.
Ahora resulta prioritario buscar una respuesta progresista a la crisis.
Para evitar nuevas crisis en el futuro hay que luchar en primer lugar contra todas las
manifestaciones de la desigualdad. Y para ello es necesario garantizar el trabajo
decente que proporcione a mujeres y hombres salarios dignos y suficientes, y el
respeto a sus derechos laborales como fundamento de un crecimiento económico
sostenible.
Así mismo, es imprescindible que se lleven a cabo reformas fiscales que garanticen la
equidad, la solidaridad fiscal, sin paraísos ni privilegios para millonarios, y la mayor
contribución de los que más tienen, para que el Estado pueda aumentar sus
prestaciones sociales y ejercer como un potente impulsor de la actividad económica.
Frente a los daños ecológicos de la ambición especulativa, una respuesta progresista
supone revisar los marcos jurídicos para que sea posible una mayor protección de
nuestro ecosistema y establecer suficientes incentivos para promocionar la
producción y el consumo sostenibles.
Frente a un modelo productivo basado en la especulación financiera e inmobiliaria y en
la consideración de que nuestros recursos son ilimitados, una respuesta progresista
supone invertir más en educación, investigación y cualificación laboral.
Frente al desprestigio de la política, una respuesta progresista supone devolverle la
autoridad a los espacios públicos y a los representantes de los ciudadanos para que
regulen en nombre del interés común las estrategias del mercado.
Frente a la misoginia y la discriminación de género, una respuesta progresista supone
consolidar las políticas de igualdad, defender el derecho a la reproducción y medidas
específicas para evitar que las mujeres se vean relegadas al paro o a la economía
sumergida y a soportar muchas más horas de trabajo no retribuido que los hombres,
sufriendo así en mucha mayor medida que éstos los efectos de la crisis.
Frente al racismo y a la xenofobia, una respuesta progresista supone defender los
derechos de los trabajadores extranjeros y asegurar el respeto jurídico a la dignidad
las personas.
Frente a la soledad social, la pobreza y el egoísmo, una respuesta progresista supone
apostar por los valores culturales de la solidaridad, que no son ideales utópicos
trasnochados, sino la mejor muestra de la dignidad cívica de los sentimientos
humanos.
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